(Los contenidos de este post pertenecerán a la serie “Los hombres de Roco” en la cual hablaré acerca de algunas de mis citas y de experiencias y vivencias que han ocurrido en ellas o a raíz de ellas, y que formarán parte del libro autobiográfico que estoy escribiendo y que puedes leer aquí).
Una de las (pocas) ventajas que conlleva el paso del tiempo es ir conociéndose mejor a una misma. Por ejemplo, una de las cosas que he descubierto recientemente acerca de mí, es que tengo una mente traicionera.
El primer motivo que me llevó a darme cuenta de ello está relacionado con esta precisa época del año, el otoño: mi época favorita del año no sólo por los olores, por los colores, por las escenas que el mismo nos regala, de forma ritual, año tras año (los puestos de castañeras en el centro de la ciudad y sus calentitos cucuruchos de papel rellenos de castañas alpujarreñas; el húmedo y dorado atardecer, sobre todo cuando derrama sus luces por el río Genil; las primeras nieves que se dibujan en la lejanía de la Sierra, las cuales me complace descubrir mientras camino absorta entre pensamientos y acordes de la música que siempre me acompaña, ya sea a través de unos auriculares, ya sea recreándola en mi cabeza); sino también por la melancolía que se despierta en mi interior, proporcionando un telón de fondo a los recuerdos que evoca mi mente. “Cualquier tiempo pasado fue mejor”, dijo Manrique ya por el S.XV. Y esa melancolía siempre ha estado ligada en mí, por algún motivo que aún no he podido averiguar, a un fuerte sentimiento romántico. Sentimiento que, hacía tiempo, entre unas cosas y otras, había casi olvidado pero que, de nuevo, me vuelve a sorprender.
Ha sido un año muy difícil en el que, como muchas otras personas, me he visto obligada a dejar de lado una parte de mí para hacer frente a todo lo que el destino nos ha querido deparar bajo el nombre de pandemia.
Y ahora, cuando -metafóricamente hablando- empieza a salir el sol (porque lo que en realidad ocurre es que empieza a caer la lluvia, empieza a respirarse ese aire fresco y puro entre gota y gota)-, me vuelve a venir tu recuerdo a la mente. No comprendo bien por qué, pues ni siquiera nos conocimos en otoño. Era invierno, y hacía mucho frío.
Otra de las ventajas que conlleva el paso del tiempo -sobre todo cuando te dedicas a la profesión que yo he escogido-, es que aprendes, poco a poco, a conocer a las personas más allá de una simple apariencia física; te empiezas a fijar en lo que realmente alberga su interior.
Así, cuando empecé a trabajar como escort, sabía que había hombres que pagaban a cambio de una relación en mayor o menor medida sexual, y sabía que yo necesitaba ese dinero y que era capaz de hacer pasar un buen rato a esos hombres al tiempo que yo también lo pasaba bien, ¿qué había de malo en ello?
Pero me quedaba ahí.
Sin embargo, desde que se grabó a fuego en mi retina aquella imagen de tu cuerpo temblando en la cama con los espasmos del orgasmo que habías alcanzado tras penetrarme, así, sin apenas conocerme desde hacía poco más de media hora; desde ese mismo instante en que empecé a desear saber más de ti, que empecé a desear acercarme a tu interior por algún oscuro motivo que aún a día de hoy sigo sin conocer… Desde aquella tarde, sí, creo que fue aquella tarde, por extensión, pude empezar a verme a mí misma a través de los ojos de esos hombres con los que comparto mi intimidad, del mismo modo que yo te pude ver a ti como un oscuro y prohibido objeto de deseo, como un fetiche que, con sólo mirarme con tus ojos rebosantes de misterio, eras capaz de despertar en mí emociones ocultas hacía tiempo.
Imagino que cada uno de los hombres con los que he compartido mi intimidad me verá, me entenderá, a su propia e incomparable manera, en función de sus pensamientos, sus recuerdos… de su propio juicio, al fin y al cabo.
Pero me resulta curioso que esa nueva imagen que he podido ver de mí misma a través de sus ojos (de vuestros ojos) me ha ayudado, o ha provocado, que yo también sea capaz de verlos a ellos, a vosotros, desde un punto de vista completamente diferente.
Y es a ti, en concreto, a quien más diferente, más profundo veo, quizá por el hecho de que te abriste tanto a mi. O porque eres mi última experiencia romántica. El caso es que mi mente traicionera quiere volver a traerte a mi recuerdo, y me sorprendo pensando en ti y en tus ojos.
Tengo una manía (bueno, muchas manías), pero una de ellas es clasificar todo aquello que puede ser clasificable en dos categorías opuestas. Por ejemplo, los hombres que me gustan, y los hombres que no me gustan. Las personas ignorantes, y las personas no ignorantes. Y genero decisiones en función de esas dos categorías. Por ejemplo, si considero que una persona es ignorante en según qué aspectos que yo considero esenciales, no quiero saber nada más de ella. O si considero que un hombre no me gusta, no vuelvo a quedar con él.
Hay una categoría que he creado hace poco: la categoría de los malditos. Sé que suena un poco raro, lo explico: Considero que hay dos tipos de personas: las personas malditas, como yo, y las que no lo están.
Estas últimas son las personas “normales”: las que llevan una vida normativa; que acaban sus estudios y comienzan a trabajar en un trabajo normativo; que forman una familia de forma normativa: primero establecen su pareja, luego se casan, luego se van de luna de miel a Nueva York o a República Dominicana; luego tienen un hijo; luego la parejita…; los que salen con sus amigos de cervezas… o a pasar el día en el río… y que a las 11-12 de la noche están en la cama, preparándose para descansar ante la rutina que espera al día siguiente. Y luego está la categoría de los malditos, a la que yo juraría que pertenezco, y a la que juego a pensar (porque realmente no te conozco tanto como para saberlo) que tú también.
Los malditos somos personas incapaces de adaptarnos a la rutina (la aborrecemos, nos resta energía vital), a la vida normativa, a lo que se espera de nosotros como cualquier ser humano civilizado. Y por supuesto que no estoy de trabajadoras sexuales; (el hecho de que yo lo sea no quita que evidentemente habrá otras trabajadoras sexuales ahí fuera que se consideren pertenecientes a la categoría “normales” y no “malditas”, del mismo modo que he conocido a personas malditas como yo cuyos puestos de trabajo eran socialmente muy relevantes pero que, sin embargo. recurrían a una cita conmigo, o con cualquier otra chica de pago, para romper con esa monotonía; con esa vida sin sentido a la que se han visto abocados sin saber muy bien por qué.
Y no sé si es por el hecho de que somos tan parecidos en ese sentido, que lo nuestro no pudo llegar a ser. Quizá estábamos demasiado malditos los dos como para poder emprender una relación normativa de pareja. Pienso cómo habrían sido nuestras vidas de haber tenido esa hipotética relación convencional que es inherentemente contraria a mi forma de ser y de vivir pero que, inevitablemente, la sociedad patriarcal en la que me hallo inmersa me fuerza de forma subliminal a considerar de cuando en cuando.
Así pues, imagino cómo habría sido una vida juntos. ¿Nos habríamos ido a vivir a las montañas?, ¿habría dejado yo el trabajo sexual para así aplacar tus celos, ya que parecía que era la única forma de que creyeses que podía llegar a estar sinceramente enamorada de ti?, ¿habríamos encontrado la forma de entrelazarnos las vidas y sanarnos las heridas el uno al otro?
Personalmente, después de todas las experiencias vividas hasta el momento, veo muy difícil tener una relación de pareja convencional en mi vida. Y no se trata de que yo vaya buscándola, ni de que la eche de menos. Se trata de que, en determinados momentos, como en este otoño sin olor a tierra mojada, sin olor a chimenea ni a broza quemada, me siento un poco sola (peligrosamente sola).
Me encanta la soledad, aunque, por otra parte, hay veces en que mi alma me pide compañía: al fin y al cabo sólo soy un ser humano más, no puedo escapar de lo que la biología dicta en mis venas.
Así pues, llega octubre, llega la lluvia, llega el tiempo de la melancolía, y me siento sola, y pienso en ti. Pero como estoy maldita, sé que no me va a servir de nada, sé que nunca estaremos juntos, sé que no leerás esto, sé que, quizá, nunca más vuelva a verte. Pero esa es la vida que he elegido. El precio que tengo que pagar por poder vivir libre, sin que nada ni nadie me ate ni me condicione. La vida que los malditos hemos elegido. La melancólica.
One response to “La melancólica”
Me ha gustado, gracias. Lo necesitaba.
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